26 de enero de 2013

El otro monje de Los Cobos.

- El secreto está en la muñeca.
- Ya lo veo. - Dirigía mi mirada a la mano en la que sostenía el dardo.
- ¿Qué ves? - Ella, aunque aun miraba a la diana, sonreía.
- Pues que no mueves la muñeca para nada. - Se empezó a reir - ¿No es eso? Si te fijas, lo único que haces es girar el codo para lanzar el dardo...
- Con "muñeca", me refería a una Barbie que me regalaron cuando era una cría. A mi no me gustaba en absoluto, así que lo que hacía con ella para entretenerme era lanzarla a la papelera que tenía en mi cuarto una y otra vez. Todos los días la recogía mi madre y la ponía en la estantería; todos los días la cogía de la estantería y jugaba a lanzarla a la papelera. Así fue como desarrollé esta puntería que tengo jugando a los dardos.
Me quedé con cara de no saber muy bien de si lo que le estaba contando era verdad o si Laura se estaba quedando conmigo.
- ¿Me estás contando en serio que tenías una muñeca a la que tirabas a la basura todas las tardes durante todos los años de tu infancia?
- Bueno, realmente a los dos años de tenerla la tiré. Me acuerdo del día y todo. Íbamos a La Carlota en el coche de mi padre e iba discutiendo con mi madre. Ya no recuerdo el motivo de la discusión pero sí que me acuerdo que me enfurruñé tanto que bajé la ventanilla del coche y tiré la muñeca cuando pasábamos por delante de Los Cobos
- Esa curva tiene su historia.-Sonreí haciéndome el interesante.
Ella soltó una carcajada. En ocasiones parecía que cuando se reía se asomaba una lágrima a sus ojos verdes.
- ¿Tú también conoces la historia del monje de Los Cobos?
Me quedé sorprendido. Laura era de Córdoba y, aunque había pasado los primeros años de su vida viviendo en La Guijarrosa, se mudó demasiado pronto como para conocer la historia que tenía en mente.
- ¿Conoces la historia del monje de Los Cobos? - dije.
Ella intuyó mi sorpresa y quiso explicarse.
- El otro día estaba en La Trama, el bar de la Judería que es propiedad de mi amigo Aurelio, y un tipo se me acercó cuando ya estaban a punto de cerrar. El muy tunante pretendía ligar conmigo y, como le vi bastante torpe en el intento, decidí divertirme un poco poniéndole en el compromiso de que me contase un cuento antes de irme a casa.
- ¿Y el tipo este te contó la historia del monje de Los Cobos?
Laura asintió.
- Me contó un galimatías bastante creíble sobre una congregación de monjes jesuitas que decidieron desobedecer la orden por la que todos los de esta congregación eran expulsados del país.
- No sabía que los jesuitas fueron expulsados de España.
- Pues ya ves. Yo tampoco lo sabía pero, según me contó este tipo, unos cuantos se mantuvieron escondidos en los alrededores de Los Cobos y que ahora queda uno de ellos que se dedica a deambular por la zona. Me pareció bastante entretenida aunque, desde luego, con esa historia no consiguió engatusarme ni un poquito. ¿Qué clase de historia es esa para enamorar a una dama?
- ¿Una dama? - pregunté con sorna.
Ella se enfurruñó.
- Te ignoro por no escucharte, porque si te escuchara dejaría de ignorarte.
Dejé pasar aquél improvisado e impertinente pareado y continué con la conversación.
- De todas formas esa no es la historia que yo he escuchado.
Laura soltó una carcajada. El verde de sus ojos ganaba en intensidad cuando los achinaba para sonreir.
- A ver, ilústreme su eminencia.
Ignoré su dardo envenenado de ironía y procedí a contarle mi "verdadera" historia del monje de Los Cobos.
"Hace cosa de año y medio hubo un accidente en esa curva que hay delante del cortijo de Los Cobos. Un Opel Vectra gris chocó contra un Honda Civic que estaba atravesado en la carretera. Por lo que parecía, el conductor del Civic había perdido el control del su vehículo y no tuvo tiempo de quitarlo de la carretera antes de que el Vectra colisionara contra él.
Los dos ocupantes que viajaban en el Opel Vectra sobrevivieron al accidente sin tener heridas de consideración y por eso hoy se conocen los detalles del siniestro. Sin embargo, nunca se encontró el cuerpo del conductor que viajaba en el Honda Civic. No había ni rastro de él, ni tampoco de su sangre. Los viajeros del Vectra fueron interrogados y posteriormente acusados de haber escondido el cadáver del dueño del Civic. A estas alturas aun hay un juicio pendiente en el que se determine la culpabilidad de estas personas.
Tras dos o tres semanas de búsqueda por la zona, al desaparecido se le dio por muerto. En cualquier caso, la policía pudo identificarlo por la matrícula del coche. Se trataba de un hombre que llevaba un par de años viviendo en Montilla. No tenía familia conocida ni tampoco amigos que fuesen lo suficientemente íntimos como para saber algún aspecto de su vida que pudiera ser relevante para ayudar a localizarlo.
Por otra parte, es cierto que existen habladurías de que, desde entonces, algunas noches se ha visto a alguien por los alrededores del cortijo. Lo que a mi me han contado es que se trata del fantasma del dueño del Honda Civic que vaga por la zona sin que nadie sepa con exactitud cuáles son sus pretensiones."
Laura me miraba con cierto aire de incredulidad.
- Me gusta la historia que me contó el tipo este en Córdoba. Tenía cierta dosis de realidad que la hacía más creíble.
- Es verdad que el tema del fantasma se carga la historia. El caso es que yo conocí al tipo que conducía el Civic. - Ahora sí conseguí que Laura me prestara atención con cierta sorpresa. - Era un tipo serio, muy callado. Decía que venía de muy lejos pero tenía un acento andaluz (sevillano concretamente) que no podía con él; y su aspecto era muy raro: pelo rojo casi como el fuego, nariz aguileña (como el de Ketama), ojos extrañamente oscuros y un color de piel tan blanco como la leche...
En este punto Laura puso un gesto de terror que nunca habría imaginado en su cara.
- ¿Qué te pasa? - le dije.
- Ese es el mismo tipo que me contó la historia del monje de Los Cobos.
 El corazón se me encogió en un puño.
- ¿Te dijo cómo se llamaba? - pregunté gravemente.
Ella negó con la cabeza.
- ¿Cómo se llamaba el dueño del Civic? 
- Ahmed.
Tras unos segundos de silencio y de sorpresa simultáneas, Laura iluminó su rostro con una sonrisa divertida y me dijo:
- ¿Acabamos de crear una nueva historia del monje de Los Cobos?
Aunque sonreí, en mi fuero interno seguía dándole vueltas a aquella coincidencia tan poco probable de darse.

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15 de enero de 2013

El pirata de La Sola

- Y ahora sólo puedo decir: adiós amor, adiós. Hemos compartido juntos tantos momentos, hemos ido a tantos lugares y hemos visitado tantas ciudades que hoy, el día en el que nos separan, únicamente puedo mirar atrás y comprender, de la forma más amarga posible, que nunca podremos repetir experiencias similares a las que hemos vivido hasta ahora.

Lo has sido todo para mi, Minerva; eres mi vida. Por eso no hayo mejor despedida que la que hoy se nos presenta: tú seguirás comandada por estos miserables, mientras que yo seré arrojado al mar. Pero sabe Dios que prefiero esta muerte mil veces antes que verte en las manos de otros. He nacido para ser el Capitán del navío en el que hoy me encuentro y será un orgullo morir por haberlo defendido con mi vida.
Tras este soliloquio, D. Justiniano, el capitán del Minerva II, saltó al mar sin que hiciera falta empujón alguno para ayudarle. Los asaltantes del navío vociferaron festejando el salto de tan noble personaje, habida cuenta de que era el último de todos aquellos integrantes de la anterior tripulación que no habían cedido a las pretensiones de D. Gustavo, el nuevo capitán. Quedaron vivos cinco marineros que aceptaron adherirse a un juramento mediante el cual pasaban a convertirse en piratas y renunciaban, de esta manera, a las vidas que habían llevado hasta ese momento.
Reían, brincaban y bailaban todos menos estos últimos y D. Gustavo, quien mantenía una pose recta, con la mirada al frente y el mentón exageradamente levantado. Era un hombre fornido de piel tostada por el sol y una melena negra como el tizón. Su barba era frondosa y oscura; su gesto era tan serio que podría atemorizar a cualquiera que posara sus ojos en él. Vestía completamente de negro, llevaba una elegante capa corta y un sombrero de ala ancha; sus botas parecían haber pisado más mundos de los que pisan la mayoría de los mortales y sus guantes, de cuero negro, cubrian unas manos enormes en las que faltaban los dedos meñique y anular de la derecha.
Yo, que me encontraba viendo toda la escena a través de la rendija de una escotilla entreabierta, no daba crédito a todo lo sucedido en las últimas dos horas. El capitán Justiniano había permitido embarcar a varios hombres que habían solictado su permiso desde un pequeño barco pesquero. Estos hombres resultaron ser piratas que, sin mediar palabra, asaltaron el navío y tomaron el barco a través de la violencia. Poco después, toda una nueva tripulación se había hecho cargo del Minerva II desplazando a la anterior.
Mi nombre es Aurelio y era uno de los varios polizones a bordo del Minerva II que buscaban una nueva vida en las Islas Canarias, pues ese es el rumbo que había tenido aquel barco hasta entonces.
Poco después de que todo aquello tuviera lugar, los polizones fuimos siendo descubiertos uno tras otro. El primero fue un ingenuo chaval llamado Ahmed que fue arrojado al mar sin miramientos. Recé por su alma todos los días hasta que empecé a rezar por la mía el día en que me descubrieron a mi, puesto que fui el segundo polizón en ser arrestado. 

Me sorprendieron cogiendo comida del almacén de las cocinas y fui llevado inmediatamente en presencia del capitán. Recuerdo que D. Gustavo me interrogó acerca de mi destino y de mis pretensiones. Me hizo mil y una preguntas sobre quién era y a qué había dedicado mis días hasta entonces y a todas respondí con la amabilidad y el respeto que mi educación me permitían.

Cuando el pirata hubo terminado su infame interrogatorio me dio a elegir entre nadar con los animales marinos hasta que las fuerzas me lo permitieran o unirme a su tripulación como pirata. Aunque no me convencía en absoluto dedicar mis días y mi trabajo al juramento de los piratas, opté por esta opción al tener una alternativa tan poco provechosa para mi persona.

Al poco de formar parte de la tripulación, se me fueron confiados los datos oportunos para la correcta navegación del navío. Me contaron, entre otras cosas, que nos dirigíamos a una isla venezolana a la que llamaban La Sola y que nadie, salvo D. Gustavo, sabía cuál era el motivo de este destino.

"¡Cuando lleguemos lo sabréis muchachos!", gritaba de vez en cuando sobre cubierta el capitán sin que nadie le hubiera preguntado. Imagino que D. Gustavo pretendía alentar los ánimos, en ocasiones desgastados, de los piratas. "¡Hay más riqueza y poder de la que jamás hubiérais visto jamás en esa isla!", decía.

Tardamos demasiado tiempo en llegar a nuestro destino a causa de los constantes cambios de dirección que sufría nuestro rumbo y que se hacían con la pretensión de evitar a otros navíos que podrían dar la alarma sobre la localización del barco robado. Pero puedo juraros que aquel tortuoso camino, plagado de sobresaltos, tempestades y vientos huracanados, mereció la pena por ver el paraíso que en La Sola nos esperaba.

Se trataba de un lugar maravilloso en el que a uno lo trataban como a un bendito. Había bares y lugares para la diversión en toda la isla. Viviendas de lujo, coches último modelo y playas... ¡Ah, qué playas! Para no gastar palabras en describir lo indescriptible os encomiendo a que recordéis la imagen de cualquier postal en la que hayais visto esas playas de arena blanca y agua cristalina con sus palmeras inclinadas... ¡eran esas playas!... estoy seguro de que las fotos de esas postales las sacan en esas playas. La vida en La Sola era todo cuánto uno podría desear.

Al desembarcar, la tripulación entera recibió del capitán una más que generosa gratificación económica, además de una lujosa vivienda en la isla y un fabuloso  Porsche para nuestro uso y disfrute. Tras esto, D. Gustavo nos informó de que quedábamos liberados del juramento de pirata y de que la tripulación quedaba completamente disuelta. Y cada uno se fue por donde quiso más feliz que una perdiz.

Sin embargo, no cuadraba en mi mente el motivo por el cuál D. Gustavo no había querido rebelarnos todos los favores que nos iba a hacer a nuestra llegada. Parecía como si quisiera quitarnos de enmedio. ¿De enemedio de qué? me preguntaba constantemente.

Algunos amigos que estaban conmigo en el Minerva II me decían que el capitán había perdido la cabeza unos meses atrás y que había cruzado el Atlántico en busca de un tesoro remótamente escondido en el continente americano. Me contaban que partió en su busca a pesar de que llevaba una buena suma de lingotes de oro a bordo del pesquero en el que zarpó. Nada se sabe sobre si terminó encontrándolo o si al final desistió o falleció intentándolo. No supe más de D. Gustavo ni de esa leyenda que comenzaron a difundir mis ex-compañeros piratas.

Sin embargo, el Minerva II, que aun continúa encayado en las costas de La Sola, sí que me recuerda el día en el que consentí hacerme pirata y conseguir con esto una vida holgada y llena de facilidades.


A Jara, la cuentacuentos que siempre estuvo aquí.

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7 de enero de 2013

El oro de la Torre del Oro.

Corriendo detrás de La Verdad, entendí la teoría de Einstein: era imposible acariciar o tocar a esa perra. En lugar de "La Verdad" deberían haberla llamado "Escurridiza", "Babosa" o "Cansina" por poner algunos ejemplos de nombres que combinaban mucho más con la personalidad de la perra de mi amigo.

Se trataba de una galga corriente y moliente que Einstein llevaba a cazar liebres tres o cuatro veces al año cuando se abría la veda en Otoño. "Para que se desfogue" me decía Einstein, que no era muy cazador que digamos. Esto de "que se desfogue" no lo entendía muy bien: Podía salir con ella siempre que quisiera para que corriera libremente por sus tierras. Vivía en el campo, rodeado de los olivares y campos de trigo tan típicos de aquella campiña cordobesa capaz de cubrir de luz y calor cualquier día del año. 

Sin embargo, nunca fui del agrado de contradecir al enigmático Einstein. Y aquel día, tras agotarme físicamente corriendo detrás de aquella galga negra con un lunar blanco en la frente, comprendí que tampoco se había equivocado en lo referente a lo de tocarla. No conseguí alcanzarla en ninguna de mis intentonas.

La verdad es que Einstein era un tipo de lo más particular. Su mote no provenía solamente de que siempre o casi siempre tuviese razón de una forma casi odiosa; todo lo defendía, todo lo discutía y no paraba hasta que uno terminaba cediendo a sus argumentos admitiéndolos como verdades universales. También jugaba a su favor el aspecto desaliñado que poseía la mayor parte del tiempo y las canas que poblaban un pelo normalmente alborotado. El día en el que le pusimos el mote es digno de contar, pero no será hoy...

Hoy toca contar la historia de la perra.

Como ya he dicho, aquel día estaba con mi amigo tratando de alcanzar a La Verdad. Mi amigo no la soltaba nunca porque el animal era muy dado a reírse de cualquier ser humano que tratase de echarle mano. En aquella ocasión la perra corría libremente por las tierras de Einstein porque éste pretendía demostrar que tenía razón de forma empírica.

- Es arisca la perra - Acababa de fracasar en mi enésima carrera.

- No es que sea arisca. - Lucía su siempre enervante media sonrisa. - Está jugando contigo. No se va a dejar coger.

- Y entonces ¿cómo piensas cogerla?

Einstein achinó los ojos, chupó por última vez el cigarrillo que estaba fumando y levantó el brazo señalando el horizonte.

- ¡Perra vete!

La Verdad, que hasta aquel momento, estaba babeando y ladrando mientras brincaba alrededor de nosotros se paró en seco y se quedó mirando fijamente a su dueño durante unos segundos. Acto seguido bajó la cabeza emitiendo un gemido lastimero y se acercó lentamente a su dueño. Einstein la asió por el collar y le echó la correa.

- Impresionante. - Estaba boquiabierto, desconcertado.

Mi amigo, que no pudo evitar la tentación de encenderse otro cigarro para hacer la situación lo más peliculera posible, miró a la perra con una sonrisa llena de ternura.

- Esta perra lo entiende todo al revés. No me preguntes cómo ni por qué. Desde pequeña ha sido así. Ni por gestos ni por palabras. No hay nada que hacer con ella.

Me quedé serio, consciente del problema que eso podría suponer para el dueño de un animal con esa característica.

- ¿Te he contado alguna vez cómo La Verdad me salvó la vida?

Le sonreí incrédulo. Me resultaba difícil de asimilar como cierto que mi amigo hubiera sido testigo del acto heroico de una galga salvándole la vida.

- Ven. Tomemos un café.

En el interior de su casa a la lumbre del fuego de la chimenea y el amparo de un buen café me contó una historia que ahora paso a contaros yo a vosotros.

***

Corría el año mil novecientos noventa y tres. Einstein, cuyo verdadero nombre es Torcuato de la Obra del Olmo - y así lo llamaré de ahora en adelante aunque él trata de ocultarlo a todo el mundo -, trabajaba en aquel tiempo como arqueólogo en unas excavaciones próximas a la Torre del Oro en Sevilla. Parece ser que mi amigo buscaba un tesoro perdido durante la época en la que llegaban riquezas a espuertas de la recién descubierta tierra americana.

Llevaba ya un año trabajando en aquel proyecto y no había pasado ni un solo día en el que no recibiese la llamada del Jefe de Policía Nacional en Sevilla, D. Gilberto Manzanares, preguntándole por el estado de las excavaciones.

D. Gilberto excusaba su insistencia y su interés en las obras aludiendo a razones de "bienestar de los sevillanos que ven perjudicados su nivel de vida a causa de una obrillas que no dan ningún tipo de fruto, que no van a ninguna parte y que entorpecen la correcta circulación de los vehículos en una de las arterias principales de la ciudad". Pero Torcuato sabía que era otra la motivación que empujaba a D. Gilberto a interesarse por sus excavaciones: el oro. Y Torcuato sabía esto porque no es ningún mindundi y se había fijado en que hacía alusión en demasiadas ocasiones a la cantidad de oro que podría haber allí.
La insistencia del Jefe de Policía llegó hasta tal punto que, cuando Torcuato anunció a las autoridades el descubrimiento de cincuenta lingotes de oro con el sello del Reino de España encontrados junto a los cimientos de la Torre del Oro, automáticamente se puso en marcha un dispositivo policial que acordonó toda la zona impidiendo la entrada de ningún ser viviente. Incluso mi amigo se vio impedido de acceso.

Todo olía a chamusquina. Torcuato se vio en la obligación moral de tratar de averiguar algo más sobre lo que estaba ocurriendo allí, por lo que decidió colarse dentro de las obras una noche de Abril. Era el mejor momento para hacerlo. Había Feria en la ciudad, un cielo encapotado cubría la luna y las estrellas que solían iluminar el río Guadalquivir situado junto a la Torre del Oro. No le resultó difícil llevar a cabo esta empresa ya que no había nadie que conociera las obras mejor que él.

Dentro de las obras encontró todo un batiburrillo de planos de la ciudad con unos puntos marcados. Unas anotaciones junto a cada marca hacían intuir que se estaban planeando una serie explosiones en los barrios de Triana, La Macarena, Santa Cruz, Los Bermejales y Sevilla Este; y en los puentes de Triana, del Centenario y del Alamillo. Todo un caos de destrucción distribuido de forma errática y carente de sentido. ¿Por qué no atacar la Plaza del Ayuntamiento o la Catedral? ¿Por qué no derribar todos los puentes de la ciudad en lugar de solo tres? Torcuato olvidó rápidamente este y otros asuntos y dirigió sus pensamientos al tema de la financiación: todo lo que estaba viendo sería pagado con los lingotes de oro que él había encontrado.

Torcuato comprendió que era inútil acudir a las autoridades puesto que no podía saber en quién confiar. Estaba claro que la Policía estaba metida de por medio. Así que decidió que tenía que robar el oro y esconderlo donde nadie pudiera encontrarlo mientras decidía lo que hacer con él.

Como tras el robo tendría que salir de la ciudad lo más rápido posible, metió a su perra junto con lo indispensable en el interior de su Citroën C15 y se dispuso a ejecutar su plan. Para llevarlo a cabo tuvo que valerse de la ayuda de un joven trianero de nombre Ahmed a quien convenció fácilmente, sin muchas explicaciones, diciéndole que obraba de buena ley y que nada pesaría sobre su conciencia si hacía lo que le decía. Era un chico bastante ingenuo que trabajaba para él y que se vendía fácilmente por unas cuantas pesetas.

Pero no todo salió bien. D. Gilberto que, por lo que se ve, algo se había olido, los sorprendió ejecutando el robo. El Jefe de la Policía de Sevilla no dio muchas explicaciones cuando los sorprendió.

La noche encapotada los cubría. El ruido del tráfico circundante ensordecía cada acción. La C15 estaba junto al vallado de las obras. No se podía ver el exterior ya que el Ayuntamiento, previendo que las excavaciones durarían demasiado tiempo, había cubierto el vallado de unos tres metros de altura con una lona en la que se podía ver desde el exterior el dibujo de tres navíos de la era colonial americana.

- Quietos cabrones. - D. Gilberto sostenía una pistola que tenía colocada un silenciador.

- Vete a la mierda Manzanares. ¿Qué vas a hacer con el oro?

Gilberto miró el revoltijo de papeles que había tras mi amigo y el chico llamado Ahmed. Comprendió que no había solución:

- Voy a tener que mataros por entrometidos.

La perra de Torcuato, había saltado de la C15 y ladraba insistentemente al policía.

- ¡Fuera de aquí chucho! - Con la mano que le quedaba libre, lanzó una piedra que impactó en el costado de La Verdad.

Torcuato nunca había visto a su perra tan alterada. Era una furia impropia de ella. Se abalanzó con tal rapidez sobre D. Gilberto que éste cayó al suelo presa del pánico y de las fauces de la galga.

Los ladrones aprovecharon la ocasión para coger tres lingotes más de oro y salir corriendo. Habían conseguido más de las tres cuartas partes de la mercancía por lo que mi amigo supuso que el objetivo del robo estaba conseguido. Impediría el atentado que se estaba planeando.

Lograron salir de la ciudad pero, por la seguridad de ambos, Torcuato y Ahmed tomaron caminos diferentes. No fue una despedida amistosa puesto que Ahmed no sabía de la gravedad del asunto en el que se había metido y fue eso lo que le echó en cara a mi amigo fruto de su desesperación. Nunca más se han vuelto a ver.

Mi amigo se escondió en Venezuela durante dos años. Luego volvió con otro rostro y otro nombre.

***

- ¿Dónde está ese oro ahora Einstein? - Le pregunté yo el día en que me contó todo esto.

- Es mejor que no lo sepas. - Cabeza gacha, mirada perdida.

- ¿Por qué has vuelto a España?

- Es mejor que no lo sepas. - Mi amigo estaba peliculero a tope.

- Comprendo. ¿y por qué me has contado todo esto?

- Porque quizá algún día tengas que saberlo.

Silencio.

File:Torre del Oro Guadalquivir Seville Spain.jpg



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